El origen de la Cartuja
“Estaba siempre con rostro sonriente; su hablar era modesto; juntaba a la autoridad de un padre la ternura de una madre.”
(Sus compañeros de Santa María de la Torre)
C omienza Bruno por hacer ensayos de vida monástica, con dos compañeros, en Sèche-Fontaine, dependencia de la célebre abadía de Molesmes gobernada por el futuro fundador del Císter, San Roberto. Pero no satisfecho, dejó allí a sus compañeros, que terminaron por unirse a Molesmes, y partió en busca de una mayor soledad.
Reuniendo, con su gran don para la amistad, otros seis compañeros, se dirigió al obispo de Grenoble, San Hugo, solicitando algún lugar a propósito en su diócesis para llevar vida eremítica (1084).
Iluminado San Hugo por un sueño misterioso, en que había visto que siete estrellas le conducían a un paraje inhóspito donde estaba Dios construyéndose una morada para su gloria, no dudó el santo obispo que Bruno y sus compañeros —siete precisamente— venían enviados por divina inspiración a dar cumplimiento al sueño profético. Y los encaminó al lugar desierto denominado Chartreuse (en las montañas del Delfinado), soledad de difícil acceso, rodeada de altas y hermosas montañas que constituían la mejor clausura natural para quienes buscaban establecer un espacio sagrado.
Comenzaron por construir un monasterio humilde y rústico, y se entregaron con fervor a los ejercicios propios de la vida contemplativa, oración y penitencia.
Pocos años, sin embargo, pudo disfrutar Bruno de aquella montaña ideal. En 1090, el Papa Beato Urbano II, antiguo discípulo suyo en Reims, lo llamaba a Roma para tenerlo a su lado como sabio consejero al servicio de la Iglesia.
En aras de la obediencia, sacrificó Bruno su ideal monástico, y se unió al Vicario de Cristo para continuar con él la reforma gregoriana. Pero no pudo aclimatarse a una vida tan distinta a la que él anhelaba. El Papa, no queriendo contrariar más la vocación de su antiguo maestro, después de ofrecerle inútilmente la sede arzobispal de Reggio en Calabria (Italia), le permitió retirarse de nuevo a su amada soledad, pero, para tenerlo cerca, sin abandonar la península itálica (1091).
Entonces se estableció con otros compañeros al sur de Italia, en Calabria, dando origen así a la segunda casa de la Orden Cartujana: Santa María de la Torre. Allí permaneció Bruno hasta su muerte, el 6 de octubre de 1101, y allí se conservan sus restos mortales, siendo objeto de un culto y devoción extraordinarios por parte de las gentes del lugar.
Su santa memoria perduró durante siglos, de corazón en corazón, hasta que por fin Bruno fue canonizado de viva voz por el Papa León X el 19 de julio de 1514.
El testimonio más completo y precioso que se conserva acerca del carácter de nuestro Santo es el que a su muerte escribieron sus compañeros de Santa María de la Torre: “Bruno merece ser alabado por muchas cosas, pero sobre todo porque fue hombre de un humor siempre igual: ésta era su peculiaridad. Estaba siempre con rostro sonriente; su hablar era modesto; juntaba a la autoridad de un padre la ternura de una madre. Nadie lo halló arrogante o soberbio, sino manso como un cordero”. Sus antiguos hijos de Chartreuse decían: “Era un hombre de un gran corazón”.
Tan grande era el ascendiente moral de Bruno sobre estos primeros hijos suyos, que, al dejar él su compañía para seguir la llamada del Papa, abandonaron también ellos aquel paraje, sintiendo no poder soportar una vida austera sin la compañía y el aliento de su Padre y guía espiritual. Sin embargo, poco después, escuchando los ruegos de Bruno, se reintegraron al lugar bajo la dirección de Landuino, uno de los siete fundadores.