Belleza de la vocación cartujana

Belleza de la vocación cartujana

Atraídos por Aquel que es La Felicidad Perfecta

 

Un Cardenal Primado de Inglaterra, Basil Hume (+1999), que fue antes abad benedictino, dijo a sus monjes en un sermón capitular: “Nos tendría que saber algo mal a cada uno de nosotros que Dios no nos haya llamado a ser cartujos, la pena de que esta gran vocación no se nos haya ofrecido a nosotros”.

A lo largo de los siglos no ha escaseado para la Orden Cartujana el afecto más sincero; alguien tan inesperado como Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, hablando de la caballería andante, dice: “Profesión, si no tan estrecha como la de los frailes cartujos, tan necesaria como ella en el mundo, donde sólo el ejemplo de lo inasequible a los más puede enseñar a éstos a poner su meta más allá de donde alcancen”.


 
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Es sabido que muchos grandes hombres y santos se sintieron atraídos alguna vez por la grandeza de esta vocación; por ejemplo, San Ignacio de Loyola y San Juan de la Cruz.

Este atractivo radica, quizá, en el hecho de que la entrega total que supone la vida cartujana es la mejor respuesta, la más coherente, para quienes han intuido de alguna manera, necesariamente insuficiente, la grandeza de Dios, la inmensidad de su amor al hombre y la hermosura de responderle con el mismo amor. “Apenas creí que había Dios, comprendí que no podía menos de vivir sólo para Él”, afirmó el beato Charles de Foucauld. Esa vida simple sólo para Dios, esa entrega sin reservas, es lo que atrae a las almas generosas a la vida cartujana. Una vocación muy hermosa, ciertamente, pero “si quieres asumir tu tarea con plenitud, no olvides nunca que toda vocación es un calvario” (Bernanos).

El papa Pío XI, en su Constitución Apostólica Umbratilem, escribió: “Ninguna otra condición o género de vida más perfecto puede proponerse a los hombres, supuesta la divina vocación, para que lo elijan y abracen”.